No, yo no
me avergüenzo, antes sí pero ahora no. Todo empezó el día aquel que
fui a una librería en el centro. Me calcé mis zapatos, que algunos
consideraban ortopédicos, mi pantalones de pana que combinaban a la
perfección con un jersey de punto, regalo de mi suegra, todo ello
aliñado con una magnífica gabardina y una bufanda de colores
apagados. Aunque tengo carné de conducir hace años que no tengo
coche, es un gasto inútil. Además, desde el día que un policía de
tráfico imbécil me trató como un adolescente que ha cogido su
primera borrachera, aunque sólo había sobrepasado ligeramente un
ceda al paso, se me quitaron las ganas de conducir y mezclarme en esa
vorágine que es la carretera. Llegué a la estación con mi
anacrónico periódico bajo la axila y mi tarjeta en la mano. Hacía
unos días que habían acabado las clases en el instituto, el
despacho ya estaba cerrado con llave y todos los profesores se habían
desperdigado por los teatros, museos y hoteles del continente. El
vagón estaba a rebosar de turistas que claramente no sabían en que
lado del océano atlántico estaban, ya que muchos llevaban sobre su
cabeza amplios sombreros mexicanos. No les presté demasiada
atención, me sumergí en la sección cultural del diario, que
hablaba de las últimas novedades editoriales, de autores para
adolescentes. Al final, acabé en la sección de clásicos, que cada
cierto tiempo reeditaban. Una vez llegué a mi parada y salí a la
calle, el sol de finales de año me acarició el rostro y yo lo
agradecí. Al entrar en la librería, que estaba a rebosar,
seguramente por las compras de navidad, disimulé mi destino final,
consultando las secciones de filosofía, sociología, para, al fin,
llegar a la sección de novedades. Revise cada una de las obras, mis
ojos escrutaban las portadas de los libros expuestos en las mesas, y
los lomos de los de las estanterías. Nada, el autor que buscaba no
estaba allí, ni un sola obra, y eso que llevaba cuarenta años
escribiendo y tenía a sus espaldas más de cincuenta obras, todas
superventas. No tuve más remedio que dirigirme al mostrador y hablar
con una de las dependientas. Esta llevaba gafas, con pelo castaño y
delgada, no debía tener más de cincuenta años y sufría de una
ligera alopecia femenina. Le pregunte:
- Disculpe, estoy
buscando libros, si pueden ser los primeros de su carrera, de Esteban
Rey.
Entonces me lanzó
una mirada inquisidora y me dijo:
- No solemos tener
obras de ese autor. Creo que ahora mismo sólo tenemos su última
novela. ¡Ah! También el libro “Entretanto creo”
- Genial, le dije.
- Pero no es una
novela si no una autobiografía – me dijo con cierta sorna.
En ese mismo momento
recordé el incidente con el agente de la ley, de hace un tiempo.
Sentía que la trabajadora me recriminaba con su tono y gestos
faciales, que una persona de mi edad y aspecto pueda ser lector de un
escritor de literatura basura como ése. Me sentí ciertamente
abrumado y algo desconcertado.
-Sí, lo sé. -le
dije- ¿Me lo puede enseñar?
Soltó un suspiro,
se levanto y me indico que la siguiese.
Llegamos hasta una
sección detrás de una columna, sin mesa y con una pequeña
estantería, apenas visible desde la mayoría de los ángulos del
local. Con sus finas y ya algo arrugadas manos revisó los volúmenes,
hasta que soltó:
- Mire, aquí están
ambas obras. Adiós
En unos segundos
había vuelto a su puesto tras la computadora, abstraída en sus
quehaceres diarios.
Uno de ellos era su
última novela. Según la crítica no era una de sus mejoras obras.
Al revisar la otra me di cuenta que era de otro autor, con el mismo
apellido, pero diferente nombre.
Decepcionado salí a
la calle, dejando atrás los escaparates con las últimas novedades
en la literatura existencial, la poesía simbólica y la prosa
decadente. Seguí paseando, llegué hasta las ramblas, desde allí
caminé sin rumbo fijo. Al pasar cierto tiempo, quizás una hora, mis
pies me llevaron junto a un centro comercial, de varias plantas. La
principal albergaba diferentes bares y restaurantes, y en el fondo
unas escaleras mecánicas daban acceso al resto de pisos. No tenía
mucho que hacer, y tenía algo de hambre. Tomé un café y un tostada
con mantequilla, en un pequeño bar, mientras el espectáculo de las
compras navideñas amenizaban mi desayuno.
Subí hasta la
planta de la librería. Allí todo estaba organizado de manera muy
diferente a su homónima del centro. El local era mucho más grande,
las mesas eran más bajas, muy similares en aspecto a los palés de
un almacén, justo encima las obras se apilaban en varios niveles.
Todo era muy caótico, pero, al poco, vi una gran cartel con la foto
del autor que buscaba. Esgrimía una esperpéntica sonrisa, más
parecida a la de un psicópata que a la de un garante de la cultura.
Mientras me acercaba hordas de compradores compulsivos, con sus
llamativas bolsas de colores, me bloqueaban el camino. Con paciencia
y tras sufrir codazos y pisotones, conseguí plantarme junto a una de
las pirámides. Allí estaban las obras que buscaba, la primera que
publicó, allá, por los años setenta, mientras vivía en un
caravana, con su mujer también escritora, apunto de estar en la
indigencia. Trataba sobre una adolescente, con incipientes poderes
paranormales, con una madre alcohólica y que sufría acoso escolar.
Cogí este, junto a otro de la misma época. El personaje principal
era un hombre que sufría un accidente de tráfico y quedaba en coma.
Cuando despierta se da cuenta que tiene poderes, concretamente de
premonición, ve el futuro.
Pagué la cuenta y
me marché, con cierta sensación de agobio, por la multitud
enloquecida. Los ojeé en el tren, eran increíblemente adictivos. El
propio autor se definía como la versión literaria de una famosa
cadena de comida rápida.
Llegué al barrio
residencial de las afueras, donde vivía. Cerré la puerta tras de
mi. Me senté en mi viejo sillón y abrí el apetito, seguí por los
entremeses, degusté los platos fuertes, y en lo que pasó el fin de
semana, ya me había leído ambas obras. Con una gran satisfacción,
encendí la cadena de música y sonaron, primero Miles Davis y
después Charly Parker. Geniales acompañantes, como las patatas
fritas y el refresco de una deliciosa hamburguesa.
David Peña Pardo ©