viernes, 9 de diciembre de 2016

Un libreta



Hace unos días, un poco sin querer, me reencontré con una libreta que daba por perdida.  En ella, en mis últimos años de instituto, a modo de diario, escribí lo que fue mi última etapa creativa, ya que desde entonces, mi producción, por llamarlo de alguna manera, quedó seriamente mermada.

La cuestión es que al volver a leer sus páginas me he reencontrado con pensamientos de entonces y poesía, mucha poesía. Una parte importante recogida de libros que pasaron por mis manos en esa época. Para que os hagáis una idea, autores como Cesare Pavese, Mario Benedetti, César Vallejo y Roque Dalton. Y otra mucha de mi propia creación.

Es evidente que con tanto traslado existe la posibilidad que al final quede abandonada en algún piso o extraviada en un camión de transporte. Por lo que he decidido transcribir parte de esa obra.

Las obras no tienen por que ser cronológicas, eso sí, forman parte de mi escritura entre los años 1999 y 2003 

No las he puesto todas, quizás más adelante.

El primer animal

Hablando de tanta revolución
se nos llena la baca de escarabajos,
tantos negros, como peloteros,
y con el paso del tiempo
somos viles camaleones
forjando una nueva vida,
llena de mareas y cangrejos.

©  David Peña Pardo

Esto no es un réquiem

Roque me enseñó como
             hablar al caracol y 
                  a la tortuga.
Tristemente no me puedo enseñar
              como parar la bala....
              .... del propio hermano cazador. 

© David Peña Pardo


Petición

Juventud del mundo, no duermas
¡despierta!
tienes que ser vigorosa y vital, 
como lava de rebeldía, 
inundar nuestro corazón,
de inquietud y deseo.

No te duermas juventud -divino tesoro-
¡despierta!
Llena la tristeza del anciano despojado,
de vivencias, de tu calor humano,
no te duermas,
¡despierta!

Que lástima ver semejantes,
con arrugas,
       viejas arrugas,
en su espíritu, 
        ya agotado, 
acostumbrado y cabizbajo. 
¡despierta!

Juventud despierta, yo te necesito,
correo por mis venas cual dragón,
revíveme,
¡envejecer mi ser no quiere! 

© David Peña Pardo

Cementerio de ausencia

Te tengo,
como una losa sobre mi cuerpo,
    que me oprime
            con su mortal peso.
Mientras me pudro,
te veo a lo lejos,
     ni te inmutas, 
          ni te exaltas.

Los bichejos se ríen de mi
       a la vez que me devoran.

Poco a poco
       en la tierra me disuelvo,
  formo parte de otros seres,
        otros que me recogen,
  otros
         que de mi toman vida,
                                        resucitan.

Ya roto está mi mástil,
destruido, hecho añicos,
por tu ego, tu ser.

Mi buque,
     se dirige hacia el abismo,
           gris capitán intenta salvarlo,

En la travesía
    diviso los mismo naúfragos,
         que antaño
             eran mi destino,
                        mi vida.

© David Peña Pardo

domingo, 18 de septiembre de 2016

La primera vez



Los cómics estaban ahí, cómo todos los días. La sala era rectangular. Con estanterías en todas las parades, con varias plantas. Los ejemplares se encontraban ordenados por autores e historias. La primera vez que fuí, con mi hermano mediano, aunque por entonces era sólo mi hermano pequeño, estaba perdido, no me interesaba para nada estar allí. Tenía pavor al aburrimiento. Sólo había tenido un tímido encuentro con ellos, en una breve excursión matutina a una pequeña feria de muestras, en una estación de tren, que aprovechaba sus instalaciones para las paradas de libros infantiles y juveniles. "Les aventures extraordinàries d'en Massagran", ha sido quizás el primer cómic que vi, o al menos eso creo. En casa no tenía ninguno. Al volver del trabajo, una vez mi padre trajo uno, era de superheroes. De segunda mano. Lo miré, que no es lo mismo que leer, varias veces, sin demasiado entusiasmo. En la pequeña biblioteca indagé en busca de alguno, sin demasiada letra. En uno de ellos aparecía un vaquero del oeste, sobre un caballo blanco, se trataba de "Lucky Luck".  Lo empecé a mirar, a chafardear, pasando páginas de dos en dos o de tres en tres.  Ese día, seguramente los cómics no conseguirieron calar mucho en mi.

 El mundo de las letras, por llamarlo de alguna manera, tuvo la suerte de que mi madre era testaruda, y quería transmitir su pasión por la lectura, a sus hijos. Nos continuó llevando los sábados, y los días de cada día, cuando era vacaciones, a aquella pequeña biblioteca.  La letras ya no eran simples adornos de los dibujos. Contaban una historia que añadía encanto y diversión a las aventuras que narraban los trazos y los colores. "Están locos estos romanos" , leí en un parrafo en una viñeta, de un volumen blanco, firmado por dos escritores, con apellido raro. René Goscinny y Albert Uderzo. Se trataba de "Astérix el Galo"

Las relaciones de amor pueden empezar de manera calmada, con el roce, o cómo un rayo. La nuestra fue de las segundas. No podía parar de leerlos, que ya no era sólo viendo.

Derechos texto | David Peña Pardo ©
Derechos Imagen | Flickr

martes, 8 de marzo de 2016

Hamburguesa con patatas y refresco




No, yo no me avergüenzo, antes sí pero ahora no. Todo empezó el día aquel que fui a una librería en el centro. Me calcé mis zapatos, que algunos consideraban ortopédicos, mi pantalones de pana que combinaban a la perfección con un jersey de punto, regalo de mi suegra, todo ello aliñado con una magnífica gabardina y una bufanda de colores apagados. Aunque tengo carné de conducir hace años que no tengo coche, es un gasto inútil. Además, desde el día que un policía de tráfico imbécil me trató como un adolescente que ha cogido su primera borrachera, aunque sólo había sobrepasado ligeramente un ceda al paso, se me quitaron las ganas de conducir y mezclarme en esa vorágine que es la carretera. Llegué a la estación con mi anacrónico periódico bajo la axila y mi tarjeta en la mano. Hacía unos días que habían acabado las clases en el instituto, el despacho ya estaba cerrado con llave y todos los profesores se habían desperdigado por los teatros, museos y hoteles del continente. El vagón estaba a rebosar de turistas que claramente no sabían en que lado del océano atlántico estaban, ya que muchos llevaban sobre su cabeza amplios sombreros mexicanos. No les presté demasiada atención, me sumergí en la sección cultural del diario, que hablaba de las últimas novedades editoriales, de autores para adolescentes. Al final, acabé en la sección de clásicos, que cada cierto tiempo reeditaban. Una vez llegué a mi parada y salí a la calle, el sol de finales de año me acarició el rostro y yo lo agradecí. Al entrar en la librería, que estaba a rebosar, seguramente por las compras de navidad, disimulé mi destino final, consultando las secciones de filosofía, sociología, para, al fin, llegar a la sección de novedades. Revise cada una de las obras, mis ojos escrutaban las portadas de los libros expuestos en las mesas, y los lomos de los de las estanterías. Nada, el autor que buscaba no estaba allí, ni un sola obra, y eso que llevaba cuarenta años escribiendo y tenía a sus espaldas más de cincuenta obras, todas superventas. No tuve más remedio que dirigirme al mostrador y hablar con una de las dependientas. Esta llevaba gafas, con pelo castaño y delgada, no debía tener más de cincuenta años y sufría de una ligera alopecia femenina. Le pregunte:

- Disculpe, estoy buscando libros, si pueden ser los primeros de su carrera, de Esteban Rey.

Entonces me lanzó una mirada inquisidora y me dijo:

- No solemos tener obras de ese autor. Creo que ahora mismo sólo tenemos su última novela. ¡Ah! También el libro “Entretanto creo”

- Genial, le dije.

- Pero no es una novela si no una autobiografía – me dijo con cierta sorna.

En ese mismo momento recordé el incidente con el agente de la ley, de hace un tiempo. Sentía que la trabajadora me recriminaba con su tono y gestos faciales, que una persona de mi edad y aspecto pueda ser lector de un escritor de literatura basura como ése. Me sentí ciertamente abrumado y algo desconcertado.

-Sí, lo sé. -le dije- ¿Me lo puede enseñar?

Soltó un suspiro, se levanto y me indico que la siguiese.

Llegamos hasta una sección detrás de una columna, sin mesa y con una pequeña estantería, apenas visible desde la mayoría de los ángulos del local. Con sus finas y ya algo arrugadas manos revisó los volúmenes, hasta que soltó:

- Mire, aquí están ambas obras. Adiós

En unos segundos había vuelto a su puesto tras la computadora, abstraída en sus quehaceres diarios.
Uno de ellos era su última novela. Según la crítica no era una de sus mejoras obras. Al revisar la otra me di cuenta que era de otro autor, con el mismo apellido, pero diferente nombre.

Decepcionado salí a la calle, dejando atrás los escaparates con las últimas novedades en la literatura existencial, la poesía simbólica y la prosa decadente. Seguí paseando, llegué hasta las ramblas, desde allí caminé sin rumbo fijo. Al pasar cierto tiempo, quizás una hora, mis pies me llevaron junto a un centro comercial, de varias plantas. La principal albergaba diferentes bares y restaurantes, y en el fondo unas escaleras mecánicas daban acceso al resto de pisos. No tenía mucho que hacer, y tenía algo de hambre. Tomé un café y un tostada con mantequilla, en un pequeño bar, mientras el espectáculo de las compras navideñas amenizaban mi desayuno.

Subí hasta la planta de la librería. Allí todo estaba organizado de manera muy diferente a su homónima del centro. El local era mucho más grande, las mesas eran más bajas, muy similares en aspecto a los palés de un almacén, justo encima las obras se apilaban en varios niveles. Todo era muy caótico, pero, al poco, vi una gran cartel con la foto del autor que buscaba. Esgrimía una esperpéntica sonrisa, más parecida a la de un psicópata que a la de un garante de la cultura. Mientras me acercaba hordas de compradores compulsivos, con sus llamativas bolsas de colores, me bloqueaban el camino. Con paciencia y tras sufrir codazos y pisotones, conseguí plantarme junto a una de las pirámides. Allí estaban las obras que buscaba, la primera que publicó, allá, por los años setenta, mientras vivía en un caravana, con su mujer también escritora, apunto de estar en la indigencia. Trataba sobre una adolescente, con incipientes poderes paranormales, con una madre alcohólica y que sufría acoso escolar. Cogí este, junto a otro de la misma época. El personaje principal era un hombre que sufría un accidente de tráfico y quedaba en coma. Cuando despierta se da cuenta que tiene poderes, concretamente de premonición, ve el futuro.

Pagué la cuenta y me marché, con cierta sensación de agobio, por la multitud enloquecida. Los ojeé en el tren, eran increíblemente adictivos. El propio autor se definía como la versión literaria de una famosa cadena de comida rápida.

Llegué al barrio residencial de las afueras, donde vivía. Cerré la puerta tras de mi. Me senté en mi viejo sillón y abrí el apetito, seguí por los entremeses, degusté los platos fuertes, y en lo que pasó el fin de semana, ya me había leído ambas obras. Con una gran satisfacción, encendí la cadena de música y sonaron, primero Miles Davis y después Charly Parker. Geniales acompañantes, como las patatas fritas y el refresco de una deliciosa hamburguesa.

David Peña Pardo ©

lunes, 28 de diciembre de 2015

Vacaciones


Los pitidos de los autos y de las gaviotas resultaban una combinación extraña en mis oídos. Por suerte ésa misma tarde el departamento de facturación había cerrado. Sus tremendas máquinas de impresión le destrozaban el oído a uno. Eso sí, hacían muy buena combinación con el ejército de empleados casposos que les hacían compañía. La hoja de proyectos estaba casi lista y sólo falta rellenar la última fila y ya me podía ir a casa, esperar al autobús y voilà, de vacaciones. Había sido un semestre muy intenso, al final nuestro departamento fue uno de los más beneficiados en los presupuestos y pudimos asumir la mayoría del trabajo de nuestra área. Me había librado de pasarme las mañanas como un sonámbulo de aquí para allá, por las calles y avenidas de ésta mediocre capital de provincias, buscando un futuro trabajo inexistente, cual oasis en un inmenso desierto.

El aire acondicionado ya no funcionaba. Vale, no era toda la verdad, lo cierto es que era de los últimos trabajadores en irme de vacaciones, y como ya no queda ningún jefe de departamento, habían decidido que para los cuatro gatos de informática que quedábamos, no hacía falta encenderlo. Que gente más maja oiga. Al menos pude ocupar una mesa mejor con mi portátil. El escritorio era de Sara, la secretaria de Antonio, el encargado de los frikis del pingüino, tal y como nos llamaban, por dedicarnos al sistema operativo que tenía como símbolo precisamente eso, un pingüino. La otra mascota era un Ñu, seguramente no habían encontrado eso muy gracioso o bien ni sabían que existía, así que mejor. La cuestión es que desde el sitio de la tacones había muy buena vistas. Me ponía los dientes largos viendo las pequeñas embarcaciones y los veleros en el puerto. Muchos de ellos tripulados por simpáticos charlatanes egocéntricos, que habían abandonado sus torres de marfil empresariales, a merced de sus acólitos. El trabajo ya estaba listo. Después de muchos días de sesudas meditaciones, puestas en común con otros compañeros, horas de insomnio y mucho, mucho té helado, había finalizado el proyecto. Sólo falta compilarlo, subirlo a producción y listo. El proceso tenía que durar varias horas, así que decidí salir a tomar el aire, tomar un refresco y fumar un pitillo.

Antes de eso agarré un mustio croissant que tenía de hace una semana en un cajón, le di un mordisco, sentí un crack, y lo dejé caer sobre la mesa. Estaba como una piedra, de poco no me rompo un diente. El teclado se había quedado lleno de pequeños trozos de éste. El equipo de limpieza también estaba de vacaciones. Me dio mucha pereza y dejé los trozos justo donde estaban. Fui hacia la puerta y bajé las escaleras. Charlé un rato con el tipo de recepción, que también tenía que pasar los días de agosto, encerrado en el mismo horno que yo. Siempre me hablaba de fútbol, se ponía muy pesado, pero me caía bien. Yo asentía con la cabeza, aunque hacía rato que había desconectado. Me despedí y marché hasta la avenida. Compré otro paquete de cigarrillos en un pequeño puesto, junto a las garitas de la aduana. Justo encendí otro piti y miré hacia las oficinas. La única ventana abierta era la que estaba junto a la mesa, donde estaba trabajando provisionalmente. Me había parecido ver algo blanco que salía volando de ella, pero no estaba seguro. Seguí paseando, el sol sucumbía tras las aguas, por entonces me di cuenta que ya había pasado tiempo suficiente y la compilación, seguramente, había finalizado. Al llegar a la planta, el calor bochornoso se seguía notando, me acerqué a la mesa y justo miré al teclado vi una manchas blancas, que olían muy mal, espesas, algunas teclas habían saltado, eché un vistazo al suelo y las vi desperdigadas. Sentí el terror, en la pantalla había aparecido un error grave. El maldito pájaro, seguramente una puñetera gaviota, todavía había plumas sobre la mesa, viendo los migajas rancias del croissant, había destrozado el teclado y fastidiado la compilación. Pero eso no fue lo más grave, lo había perdido todo, el equipo no arrancaba, el mensaje de kernel panic se reía de mí.

El sudor me corría por la frente, las manos me temblaban, agarré un cigarro y casi me puse a vomitar. ¿Qué podía hacer? Encendí el ordenador de la secretaria, tenía un equipo mucho mejor que el mío, y encima sólo lo usaba para chatear y escribir cuatro textos. Por suerte, tenía una réplica del proyecto en un repositorio Gitlab, ubicado en nuestros servidores, en la central. Tenía una oportunidad. Cree una máquina virtual con VirtualBox, monté un sistema Debian, con el codename de Toy Story de turno, instalé todos los programas, cloné el proyecto, y ahora sólo me faltaba compilar, subir a producción, mandar a la mierda la oficina y pirarme por fin. Pero amigos míos, cuando trabajas con un equipo que tiene un sistema de ventanitas azules, no hay final feliz que valga. Sin venir a cuento apareció un mensaje, enviado por el mismísimo Lucifer, que rezaba: “Instalando actualizaciones. No apague el equipo” No me lo podía creer. Esto sólo me podía pasar a mí. Marché hacia el baño, con la idea de llorar, pero no, yo no era así. Golpeé los azulejos de flores con todas mis fuerzas. Estaba harto. Abrí el grifo y eché agua sobre mi rostro, me relaje y lancé todas mis ganas al monte. Volví al escritorio. El circulito daba vueltas sin parar. Cerré los ojos, recé, no, no a ningún dios ahí fuera que me pudiese escuchar, lo hice pensando en la muchacha ficticia que algún día conocería y que me apartaría de éste maldito mundo de bytes, personajes de camisetas idiotas y capullos con corbata, que no tenían ni idea, pero siempre les tenías que dar la razón. Los abrí, ¡aleluya!, había vuelto todo a su sitio. Ya podía iniciar el proceso.

La luna se reflejaba junto a los botes de los pescadores. La playa ya no existía, la marea se había adueñado de las arenas. Algunas luces, de los barcos más grandes, los yates, se veían a lo lejos. Aunque lejana, la música me hacía pensar en lo curioso de la situación. La última pieza del puzle, el actor que aparecía al final de la obra, al final del flow, tenía que estar aquí, asimilando ésta situación inverosímil. Mientras, los reyes y las reinas, las torres y los alfiles se divertían sobre una embarcación carísima. El peón, al final, es quien decidía la partida. Bajé otra vez al paseo y llegué hasta el boulevard. Compré una pack de cervezas y un durum mixto con picante. Me senté en un banco del puerto, me tumbé, mientras abría una de las latas, daba grandes bocados a mi bocadillo enrollado. La noche estaba estrellada, Venus me observaba, mientras, de reojo, Marte, me recriminaba quitarle la atención a su amada atormentada. Subí las escaleras, el amigo de la puerta ya se había marchado, y sólo quedaba yo y el sistema de video vigilancia. Llegué otra vez al escritorio. El porcentaje estaba al 99 % todo se había arreglado. Me dije, chavalote, te lo has currado.

Un pitido horrible me despertó de la ilusión de un dulce final para ésta historia. Era el despertador que me avisaba que era hora de levantarse. El mono fosforito de trabajo me esperaba en el galán. Por fin había conseguido subir a un barco en el puerto, de hecho todos los días lo hacía. Pero no como esperaba. Llevaba varios meses trabajando de grumete es un pesquero. Mi vida de informático pasó la historia cuando el proyecto, justo al final, mostró un error de compilación. Atónito y cansado, mandé todo al carajo, me marché de vacaciones, y me dije, seguro que el proyecto no es tan importante. El resultado es que días más tarde me hicieron volver, descubrieron que había utilizado el computador de la secretaria y que no había acabado mi último proyecto. Ahora otro pringao prescindible hacía mi trabajo. Mientras, desde el otro lado, sobre el pesquero, divisaba a los lejos unos extraños edificios, con grandes ventanales, en la costa, entretanto yo compartía el mismo mar con los que habían sido mis antiguos jefes, con la única música de las olas y la libertad

David Peña Pardo ©

jueves, 14 de mayo de 2015

Una noche de jazz


La copa seguía sobre la barra, con la oliva sobreviviente cómo única testigo del Martini. Lo había servido una sensual camarera, de piel clara con algunas pecas aquí y allí, pelo cobrizo que le llegaba hasta los hombros, ligeramente ondulado, y un misterioso vestido negro, ceñido al cuerpo, acompañado de un collar de perlas, seguramente de imitación. Aunque ese pequeño detalle no lo tendremos en cuenta para describir su belleza. El local hoy estaba especialmente lleno. La marea del humo de los cigarros y puros llegaba a la barra, y los cocktels, cervezas y vinos imitaban a los botes amarrados en un pueblo de costa, por ejemplo de Galicia, bajando y subiendo según entra y sale el océano, a capricho de los juegos de la Luna y el Mar. Sonaba Jazz, cómo siempre. Las charlas eran muy animadas y los grupos parecían que se lo estaban pasando muy bien. Algunos, los pocos, iban con traje, imitando a los clubs de los años veinte, de Chicago, pero lo cierto es que la mayoría vestían de calle o sport o casual, según se estilaba en el argot de los centros comerciales de éste loco siglo veinte, que ya daba sus últimos coletazos. Diego, o cómo lo llamaban sus amigos, Dick, se encontraba sentado en una de las esquinas del local. Dónde aún quedaban los sofás que hicieron famoso al Billy's, cuando lo abrieron en los años sesenta. Muy cómodos, aunque para gusto del autor un poco chillones y pasados de moda. Le acompañaba un Tequila Sonrise y una morena, con el pelo larguísimo , los ojos castaños, y un mensaje en la cara que decía: no te acerques, no me mires. Ella sólo fumaba. Mientras miraba de lado a nuestro protagonista, y contoneaba ligeramente las caderas, casi de manera imperceptible, mientras sonaba el tema “Blues Walk” de Lou Donaldson.

- No me gustan que hagas planes sin mi. - Le decía ella, con voz suave pero firme.

Sin responder, Dick cogió una pequeña caja metálica de su abrigo, y sacó un cigarrillo largo. Al instante cogió una cerilla y lo encendió. Después de pasar unos segundos, y unas lentas caladas. Le respondió.

- Esto es arriesgado nena, no es lo siempre.

Y al decir esto dio un sorbo a su tequila. 

David Peña Pardo ©

martes, 28 de abril de 2015

Monstruos (primera parte)

La bruma acechaba entre los árboles decrépitos de aquel decadente bosque. La oscuridad había vencido a la luz en su batalla. El frondoso paisaje de copas retorcidas no dejaba pasar apenas un rayo de sol. A pesar de ello había vida allí, por llamarla de alguna manera. De repente, de entre la niebla que cubría el suelo, sobre el oscuro musgo, surgió un cuerpo. Se trataba de un niño, cubierto por hojas muertas y ramas secas. Abrió los ojos. Intento incorporarse, pero el terror le impedía moverse. La brisa empezó a soplar en ese tétrico paraje. El chico giró levemente la cabeza hacia atrás. Mientras el bello se le erizaba, lo vio. Se trataba de un personaje en harapos, alto como una montaña, los brazos muy largos, con unas manos gigantes. El rostro hacía mérito al resto del cuerpo. Con una nariz deforme, las cuencas de los ojos vacías, la piel arrugada hasta el infinito y una boca, donde se asomaban unos colmillos, parecidos a los de un jabalí. Sus extremidades volvieron en si y volvió a tomar el mando de su cuerpo, tras el espanto. El monstruo, porque sin suda se trataba de un monstruo, corrió hacia él, dando grandes zancadas. El niño, asustado, trató de correr, se resbaló, en un principio, pero logró incorporarse. Corrió con todos sus fuerzas, su alma le decía que se estaba jugando la vida. Era inútil, en apenas unos segundos lo tenía casi en su cogote. El gigante alargó el brazo, justo sus manos mugrientas y sucias iban a tocar la capucha de la sudadera del chico, cuando éste desapareció.

Pol se levantó de un grito. Una mano cálida le tocó la frente.

- Cariño, estás casi a cuarenta de fiebre, llamaré al médico. Descansa. Le dijo su madre, que se encontraba en una mecedora junto a él.

Trató con todas sus fuerzas de no volver a dormirse, pero la somnolencia causada por su estado se lo impedía, los párpados se le cerraban, poco a poco, se iba introduciendo en otro mundo, pesado, onírico, peligroso, malvado.

- Un vaso de agua, mamá, tengo mucha calor.

Su madre marchó a la cocina y volvió con una jarra de agua y un vaso. Llenó el vaso y se lo ofreció. Pol tenía la cara ardiendo, parecía que un incendio la estaba abrasando, las gotas de sudor se precipitaban a la almohada desde su frente. Se incorporó levemente con la ayuda del brazo de su progenitora y bebió un poco.

Al volver a tumbarse le dio la impresión que se adentraba en las tinieblas, caía, más y más, hasta que volvió a resurgir de entre las hojas, pero ésta vez justo en medio de una pequeña isla de río, rodeada por una corriente furiosa y envalentonada. Se vio atrapado, durante un buen rato miró la forma de salir de allí. Alzó la vista, observó lo que parecían ser unas lianas que cruzaban las dos orillas por el aire, sobre la minúscula isla. Trató de saltar con todas sus fuerzas pero todavía le quedaba mucha distancia para poder alcanzarlas. Amontonó algunos cantos rodados, intentando crear una especie de montículo, para así acortar las distancias. Se le quedaron las manos frías de cogerlos, el viento soplaba con más fuerza y comenzó a tiritar. Tenía las mangas de la sudadera mojadas y el frío le estaba calando los huesos. Se alzó sobre el montón de piedras, probó a saltar de nuevo, a duras penas consiguió agarrase a unas de las lianas, a la vez que el montículo se deshacía baja sus pies. Una vez sujeto, fue moviendo los brazos sobre la cuerda que le había brindado ése extraño paraje. Parecía que todo iba bien. A la mitad del recorrido entre la isla y el linde del bosque, oyó un ligero crujido y la liana se partió. Se precipitó sin remedio sobre el agua, a merced de sus bravas corrientes. Movió los brazos de forma brutal para salvar su vida sin éxito. El rió le engullía y no podía hacer nada para remediarlo. ( Continuará)

David Peña Pardo ©

sábado, 28 de marzo de 2015

El escritor

A Julio Cortázar

Aparece el cadáver del escritor, en el quinto piso del edificio, que da a la calle Solentiname. Iniciamos las pesquisas del caso. Tiene la cabeza sobre la mesa. El cuerpo caído sobre la silla. El lápiz aún en su mano derecha. Si levantamos su cabeza veremos un cuaderno. La sangre le sale de manera lenta, pero sin pausa, del orificio trasero del craneo. La bala, seguramente, sigue ahí dentro. En la mano izquierda vemos que agarraba, ahora ya no, una goma de borrar. La última hoja del cuaderno repleta de líneas de texto, con algunos dibujos incomprensibles a los bordes. Leemos las últimas líneas.

El asesino entra en el cuarto de la víctima, en silencio. El hombre está escribiendo. Mientras un cigarro se muere de forma agónica en el cenicero de cristal. La Remington ya se encuentra en la mano del asaltante. Justo en ese momento la víctima alarga el brazo izquierdo, para recoger una goma de borrar.

Un disparo certero. Punto final.

David Peña Pardo ©
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