martes, 8 de marzo de 2016

Hamburguesa con patatas y refresco




No, yo no me avergüenzo, antes sí pero ahora no. Todo empezó el día aquel que fui a una librería en el centro. Me calcé mis zapatos, que algunos consideraban ortopédicos, mi pantalones de pana que combinaban a la perfección con un jersey de punto, regalo de mi suegra, todo ello aliñado con una magnífica gabardina y una bufanda de colores apagados. Aunque tengo carné de conducir hace años que no tengo coche, es un gasto inútil. Además, desde el día que un policía de tráfico imbécil me trató como un adolescente que ha cogido su primera borrachera, aunque sólo había sobrepasado ligeramente un ceda al paso, se me quitaron las ganas de conducir y mezclarme en esa vorágine que es la carretera. Llegué a la estación con mi anacrónico periódico bajo la axila y mi tarjeta en la mano. Hacía unos días que habían acabado las clases en el instituto, el despacho ya estaba cerrado con llave y todos los profesores se habían desperdigado por los teatros, museos y hoteles del continente. El vagón estaba a rebosar de turistas que claramente no sabían en que lado del océano atlántico estaban, ya que muchos llevaban sobre su cabeza amplios sombreros mexicanos. No les presté demasiada atención, me sumergí en la sección cultural del diario, que hablaba de las últimas novedades editoriales, de autores para adolescentes. Al final, acabé en la sección de clásicos, que cada cierto tiempo reeditaban. Una vez llegué a mi parada y salí a la calle, el sol de finales de año me acarició el rostro y yo lo agradecí. Al entrar en la librería, que estaba a rebosar, seguramente por las compras de navidad, disimulé mi destino final, consultando las secciones de filosofía, sociología, para, al fin, llegar a la sección de novedades. Revise cada una de las obras, mis ojos escrutaban las portadas de los libros expuestos en las mesas, y los lomos de los de las estanterías. Nada, el autor que buscaba no estaba allí, ni un sola obra, y eso que llevaba cuarenta años escribiendo y tenía a sus espaldas más de cincuenta obras, todas superventas. No tuve más remedio que dirigirme al mostrador y hablar con una de las dependientas. Esta llevaba gafas, con pelo castaño y delgada, no debía tener más de cincuenta años y sufría de una ligera alopecia femenina. Le pregunte:

- Disculpe, estoy buscando libros, si pueden ser los primeros de su carrera, de Esteban Rey.

Entonces me lanzó una mirada inquisidora y me dijo:

- No solemos tener obras de ese autor. Creo que ahora mismo sólo tenemos su última novela. ¡Ah! También el libro “Entretanto creo”

- Genial, le dije.

- Pero no es una novela si no una autobiografía – me dijo con cierta sorna.

En ese mismo momento recordé el incidente con el agente de la ley, de hace un tiempo. Sentía que la trabajadora me recriminaba con su tono y gestos faciales, que una persona de mi edad y aspecto pueda ser lector de un escritor de literatura basura como ése. Me sentí ciertamente abrumado y algo desconcertado.

-Sí, lo sé. -le dije- ¿Me lo puede enseñar?

Soltó un suspiro, se levanto y me indico que la siguiese.

Llegamos hasta una sección detrás de una columna, sin mesa y con una pequeña estantería, apenas visible desde la mayoría de los ángulos del local. Con sus finas y ya algo arrugadas manos revisó los volúmenes, hasta que soltó:

- Mire, aquí están ambas obras. Adiós

En unos segundos había vuelto a su puesto tras la computadora, abstraída en sus quehaceres diarios.
Uno de ellos era su última novela. Según la crítica no era una de sus mejoras obras. Al revisar la otra me di cuenta que era de otro autor, con el mismo apellido, pero diferente nombre.

Decepcionado salí a la calle, dejando atrás los escaparates con las últimas novedades en la literatura existencial, la poesía simbólica y la prosa decadente. Seguí paseando, llegué hasta las ramblas, desde allí caminé sin rumbo fijo. Al pasar cierto tiempo, quizás una hora, mis pies me llevaron junto a un centro comercial, de varias plantas. La principal albergaba diferentes bares y restaurantes, y en el fondo unas escaleras mecánicas daban acceso al resto de pisos. No tenía mucho que hacer, y tenía algo de hambre. Tomé un café y un tostada con mantequilla, en un pequeño bar, mientras el espectáculo de las compras navideñas amenizaban mi desayuno.

Subí hasta la planta de la librería. Allí todo estaba organizado de manera muy diferente a su homónima del centro. El local era mucho más grande, las mesas eran más bajas, muy similares en aspecto a los palés de un almacén, justo encima las obras se apilaban en varios niveles. Todo era muy caótico, pero, al poco, vi una gran cartel con la foto del autor que buscaba. Esgrimía una esperpéntica sonrisa, más parecida a la de un psicópata que a la de un garante de la cultura. Mientras me acercaba hordas de compradores compulsivos, con sus llamativas bolsas de colores, me bloqueaban el camino. Con paciencia y tras sufrir codazos y pisotones, conseguí plantarme junto a una de las pirámides. Allí estaban las obras que buscaba, la primera que publicó, allá, por los años setenta, mientras vivía en un caravana, con su mujer también escritora, apunto de estar en la indigencia. Trataba sobre una adolescente, con incipientes poderes paranormales, con una madre alcohólica y que sufría acoso escolar. Cogí este, junto a otro de la misma época. El personaje principal era un hombre que sufría un accidente de tráfico y quedaba en coma. Cuando despierta se da cuenta que tiene poderes, concretamente de premonición, ve el futuro.

Pagué la cuenta y me marché, con cierta sensación de agobio, por la multitud enloquecida. Los ojeé en el tren, eran increíblemente adictivos. El propio autor se definía como la versión literaria de una famosa cadena de comida rápida.

Llegué al barrio residencial de las afueras, donde vivía. Cerré la puerta tras de mi. Me senté en mi viejo sillón y abrí el apetito, seguí por los entremeses, degusté los platos fuertes, y en lo que pasó el fin de semana, ya me había leído ambas obras. Con una gran satisfacción, encendí la cadena de música y sonaron, primero Miles Davis y después Charly Parker. Geniales acompañantes, como las patatas fritas y el refresco de una deliciosa hamburguesa.

David Peña Pardo ©

2 comentarios:

  1. Me ha encantado. No podía parar de leer. Tienes una gran capacidad de enganchar al lector. Enhorabuena

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    1. Gracias Iman. Tu comentario me da ánimos para escribir otros relatos.

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