lunes, 28 de diciembre de 2015

Vacaciones


Los pitidos de los autos y de las gaviotas resultaban una combinación extraña en mis oídos. Por suerte ésa misma tarde el departamento de facturación había cerrado. Sus tremendas máquinas de impresión le destrozaban el oído a uno. Eso sí, hacían muy buena combinación con el ejército de empleados casposos que les hacían compañía. La hoja de proyectos estaba casi lista y sólo falta rellenar la última fila y ya me podía ir a casa, esperar al autobús y voilà, de vacaciones. Había sido un semestre muy intenso, al final nuestro departamento fue uno de los más beneficiados en los presupuestos y pudimos asumir la mayoría del trabajo de nuestra área. Me había librado de pasarme las mañanas como un sonámbulo de aquí para allá, por las calles y avenidas de ésta mediocre capital de provincias, buscando un futuro trabajo inexistente, cual oasis en un inmenso desierto.

El aire acondicionado ya no funcionaba. Vale, no era toda la verdad, lo cierto es que era de los últimos trabajadores en irme de vacaciones, y como ya no queda ningún jefe de departamento, habían decidido que para los cuatro gatos de informática que quedábamos, no hacía falta encenderlo. Que gente más maja oiga. Al menos pude ocupar una mesa mejor con mi portátil. El escritorio era de Sara, la secretaria de Antonio, el encargado de los frikis del pingüino, tal y como nos llamaban, por dedicarnos al sistema operativo que tenía como símbolo precisamente eso, un pingüino. La otra mascota era un Ñu, seguramente no habían encontrado eso muy gracioso o bien ni sabían que existía, así que mejor. La cuestión es que desde el sitio de la tacones había muy buena vistas. Me ponía los dientes largos viendo las pequeñas embarcaciones y los veleros en el puerto. Muchos de ellos tripulados por simpáticos charlatanes egocéntricos, que habían abandonado sus torres de marfil empresariales, a merced de sus acólitos. El trabajo ya estaba listo. Después de muchos días de sesudas meditaciones, puestas en común con otros compañeros, horas de insomnio y mucho, mucho té helado, había finalizado el proyecto. Sólo falta compilarlo, subirlo a producción y listo. El proceso tenía que durar varias horas, así que decidí salir a tomar el aire, tomar un refresco y fumar un pitillo.

Antes de eso agarré un mustio croissant que tenía de hace una semana en un cajón, le di un mordisco, sentí un crack, y lo dejé caer sobre la mesa. Estaba como una piedra, de poco no me rompo un diente. El teclado se había quedado lleno de pequeños trozos de éste. El equipo de limpieza también estaba de vacaciones. Me dio mucha pereza y dejé los trozos justo donde estaban. Fui hacia la puerta y bajé las escaleras. Charlé un rato con el tipo de recepción, que también tenía que pasar los días de agosto, encerrado en el mismo horno que yo. Siempre me hablaba de fútbol, se ponía muy pesado, pero me caía bien. Yo asentía con la cabeza, aunque hacía rato que había desconectado. Me despedí y marché hasta la avenida. Compré otro paquete de cigarrillos en un pequeño puesto, junto a las garitas de la aduana. Justo encendí otro piti y miré hacia las oficinas. La única ventana abierta era la que estaba junto a la mesa, donde estaba trabajando provisionalmente. Me había parecido ver algo blanco que salía volando de ella, pero no estaba seguro. Seguí paseando, el sol sucumbía tras las aguas, por entonces me di cuenta que ya había pasado tiempo suficiente y la compilación, seguramente, había finalizado. Al llegar a la planta, el calor bochornoso se seguía notando, me acerqué a la mesa y justo miré al teclado vi una manchas blancas, que olían muy mal, espesas, algunas teclas habían saltado, eché un vistazo al suelo y las vi desperdigadas. Sentí el terror, en la pantalla había aparecido un error grave. El maldito pájaro, seguramente una puñetera gaviota, todavía había plumas sobre la mesa, viendo los migajas rancias del croissant, había destrozado el teclado y fastidiado la compilación. Pero eso no fue lo más grave, lo había perdido todo, el equipo no arrancaba, el mensaje de kernel panic se reía de mí.

El sudor me corría por la frente, las manos me temblaban, agarré un cigarro y casi me puse a vomitar. ¿Qué podía hacer? Encendí el ordenador de la secretaria, tenía un equipo mucho mejor que el mío, y encima sólo lo usaba para chatear y escribir cuatro textos. Por suerte, tenía una réplica del proyecto en un repositorio Gitlab, ubicado en nuestros servidores, en la central. Tenía una oportunidad. Cree una máquina virtual con VirtualBox, monté un sistema Debian, con el codename de Toy Story de turno, instalé todos los programas, cloné el proyecto, y ahora sólo me faltaba compilar, subir a producción, mandar a la mierda la oficina y pirarme por fin. Pero amigos míos, cuando trabajas con un equipo que tiene un sistema de ventanitas azules, no hay final feliz que valga. Sin venir a cuento apareció un mensaje, enviado por el mismísimo Lucifer, que rezaba: “Instalando actualizaciones. No apague el equipo” No me lo podía creer. Esto sólo me podía pasar a mí. Marché hacia el baño, con la idea de llorar, pero no, yo no era así. Golpeé los azulejos de flores con todas mis fuerzas. Estaba harto. Abrí el grifo y eché agua sobre mi rostro, me relaje y lancé todas mis ganas al monte. Volví al escritorio. El circulito daba vueltas sin parar. Cerré los ojos, recé, no, no a ningún dios ahí fuera que me pudiese escuchar, lo hice pensando en la muchacha ficticia que algún día conocería y que me apartaría de éste maldito mundo de bytes, personajes de camisetas idiotas y capullos con corbata, que no tenían ni idea, pero siempre les tenías que dar la razón. Los abrí, ¡aleluya!, había vuelto todo a su sitio. Ya podía iniciar el proceso.

La luna se reflejaba junto a los botes de los pescadores. La playa ya no existía, la marea se había adueñado de las arenas. Algunas luces, de los barcos más grandes, los yates, se veían a lo lejos. Aunque lejana, la música me hacía pensar en lo curioso de la situación. La última pieza del puzle, el actor que aparecía al final de la obra, al final del flow, tenía que estar aquí, asimilando ésta situación inverosímil. Mientras, los reyes y las reinas, las torres y los alfiles se divertían sobre una embarcación carísima. El peón, al final, es quien decidía la partida. Bajé otra vez al paseo y llegué hasta el boulevard. Compré una pack de cervezas y un durum mixto con picante. Me senté en un banco del puerto, me tumbé, mientras abría una de las latas, daba grandes bocados a mi bocadillo enrollado. La noche estaba estrellada, Venus me observaba, mientras, de reojo, Marte, me recriminaba quitarle la atención a su amada atormentada. Subí las escaleras, el amigo de la puerta ya se había marchado, y sólo quedaba yo y el sistema de video vigilancia. Llegué otra vez al escritorio. El porcentaje estaba al 99 % todo se había arreglado. Me dije, chavalote, te lo has currado.

Un pitido horrible me despertó de la ilusión de un dulce final para ésta historia. Era el despertador que me avisaba que era hora de levantarse. El mono fosforito de trabajo me esperaba en el galán. Por fin había conseguido subir a un barco en el puerto, de hecho todos los días lo hacía. Pero no como esperaba. Llevaba varios meses trabajando de grumete es un pesquero. Mi vida de informático pasó la historia cuando el proyecto, justo al final, mostró un error de compilación. Atónito y cansado, mandé todo al carajo, me marché de vacaciones, y me dije, seguro que el proyecto no es tan importante. El resultado es que días más tarde me hicieron volver, descubrieron que había utilizado el computador de la secretaria y que no había acabado mi último proyecto. Ahora otro pringao prescindible hacía mi trabajo. Mientras, desde el otro lado, sobre el pesquero, divisaba a los lejos unos extraños edificios, con grandes ventanales, en la costa, entretanto yo compartía el mismo mar con los que habían sido mis antiguos jefes, con la única música de las olas y la libertad

David Peña Pardo ©

jueves, 14 de mayo de 2015

Una noche de jazz


La copa seguía sobre la barra, con la oliva sobreviviente cómo única testigo del Martini. Lo había servido una sensual camarera, de piel clara con algunas pecas aquí y allí, pelo cobrizo que le llegaba hasta los hombros, ligeramente ondulado, y un misterioso vestido negro, ceñido al cuerpo, acompañado de un collar de perlas, seguramente de imitación. Aunque ese pequeño detalle no lo tendremos en cuenta para describir su belleza. El local hoy estaba especialmente lleno. La marea del humo de los cigarros y puros llegaba a la barra, y los cocktels, cervezas y vinos imitaban a los botes amarrados en un pueblo de costa, por ejemplo de Galicia, bajando y subiendo según entra y sale el océano, a capricho de los juegos de la Luna y el Mar. Sonaba Jazz, cómo siempre. Las charlas eran muy animadas y los grupos parecían que se lo estaban pasando muy bien. Algunos, los pocos, iban con traje, imitando a los clubs de los años veinte, de Chicago, pero lo cierto es que la mayoría vestían de calle o sport o casual, según se estilaba en el argot de los centros comerciales de éste loco siglo veinte, que ya daba sus últimos coletazos. Diego, o cómo lo llamaban sus amigos, Dick, se encontraba sentado en una de las esquinas del local. Dónde aún quedaban los sofás que hicieron famoso al Billy's, cuando lo abrieron en los años sesenta. Muy cómodos, aunque para gusto del autor un poco chillones y pasados de moda. Le acompañaba un Tequila Sonrise y una morena, con el pelo larguísimo , los ojos castaños, y un mensaje en la cara que decía: no te acerques, no me mires. Ella sólo fumaba. Mientras miraba de lado a nuestro protagonista, y contoneaba ligeramente las caderas, casi de manera imperceptible, mientras sonaba el tema “Blues Walk” de Lou Donaldson.

- No me gustan que hagas planes sin mi. - Le decía ella, con voz suave pero firme.

Sin responder, Dick cogió una pequeña caja metálica de su abrigo, y sacó un cigarrillo largo. Al instante cogió una cerilla y lo encendió. Después de pasar unos segundos, y unas lentas caladas. Le respondió.

- Esto es arriesgado nena, no es lo siempre.

Y al decir esto dio un sorbo a su tequila. 

David Peña Pardo ©

martes, 28 de abril de 2015

Monstruos (primera parte)

La bruma acechaba entre los árboles decrépitos de aquel decadente bosque. La oscuridad había vencido a la luz en su batalla. El frondoso paisaje de copas retorcidas no dejaba pasar apenas un rayo de sol. A pesar de ello había vida allí, por llamarla de alguna manera. De repente, de entre la niebla que cubría el suelo, sobre el oscuro musgo, surgió un cuerpo. Se trataba de un niño, cubierto por hojas muertas y ramas secas. Abrió los ojos. Intento incorporarse, pero el terror le impedía moverse. La brisa empezó a soplar en ese tétrico paraje. El chico giró levemente la cabeza hacia atrás. Mientras el bello se le erizaba, lo vio. Se trataba de un personaje en harapos, alto como una montaña, los brazos muy largos, con unas manos gigantes. El rostro hacía mérito al resto del cuerpo. Con una nariz deforme, las cuencas de los ojos vacías, la piel arrugada hasta el infinito y una boca, donde se asomaban unos colmillos, parecidos a los de un jabalí. Sus extremidades volvieron en si y volvió a tomar el mando de su cuerpo, tras el espanto. El monstruo, porque sin suda se trataba de un monstruo, corrió hacia él, dando grandes zancadas. El niño, asustado, trató de correr, se resbaló, en un principio, pero logró incorporarse. Corrió con todos sus fuerzas, su alma le decía que se estaba jugando la vida. Era inútil, en apenas unos segundos lo tenía casi en su cogote. El gigante alargó el brazo, justo sus manos mugrientas y sucias iban a tocar la capucha de la sudadera del chico, cuando éste desapareció.

Pol se levantó de un grito. Una mano cálida le tocó la frente.

- Cariño, estás casi a cuarenta de fiebre, llamaré al médico. Descansa. Le dijo su madre, que se encontraba en una mecedora junto a él.

Trató con todas sus fuerzas de no volver a dormirse, pero la somnolencia causada por su estado se lo impedía, los párpados se le cerraban, poco a poco, se iba introduciendo en otro mundo, pesado, onírico, peligroso, malvado.

- Un vaso de agua, mamá, tengo mucha calor.

Su madre marchó a la cocina y volvió con una jarra de agua y un vaso. Llenó el vaso y se lo ofreció. Pol tenía la cara ardiendo, parecía que un incendio la estaba abrasando, las gotas de sudor se precipitaban a la almohada desde su frente. Se incorporó levemente con la ayuda del brazo de su progenitora y bebió un poco.

Al volver a tumbarse le dio la impresión que se adentraba en las tinieblas, caía, más y más, hasta que volvió a resurgir de entre las hojas, pero ésta vez justo en medio de una pequeña isla de río, rodeada por una corriente furiosa y envalentonada. Se vio atrapado, durante un buen rato miró la forma de salir de allí. Alzó la vista, observó lo que parecían ser unas lianas que cruzaban las dos orillas por el aire, sobre la minúscula isla. Trató de saltar con todas sus fuerzas pero todavía le quedaba mucha distancia para poder alcanzarlas. Amontonó algunos cantos rodados, intentando crear una especie de montículo, para así acortar las distancias. Se le quedaron las manos frías de cogerlos, el viento soplaba con más fuerza y comenzó a tiritar. Tenía las mangas de la sudadera mojadas y el frío le estaba calando los huesos. Se alzó sobre el montón de piedras, probó a saltar de nuevo, a duras penas consiguió agarrase a unas de las lianas, a la vez que el montículo se deshacía baja sus pies. Una vez sujeto, fue moviendo los brazos sobre la cuerda que le había brindado ése extraño paraje. Parecía que todo iba bien. A la mitad del recorrido entre la isla y el linde del bosque, oyó un ligero crujido y la liana se partió. Se precipitó sin remedio sobre el agua, a merced de sus bravas corrientes. Movió los brazos de forma brutal para salvar su vida sin éxito. El rió le engullía y no podía hacer nada para remediarlo. ( Continuará)

David Peña Pardo ©

sábado, 28 de marzo de 2015

El escritor

A Julio Cortázar

Aparece el cadáver del escritor, en el quinto piso del edificio, que da a la calle Solentiname. Iniciamos las pesquisas del caso. Tiene la cabeza sobre la mesa. El cuerpo caído sobre la silla. El lápiz aún en su mano derecha. Si levantamos su cabeza veremos un cuaderno. La sangre le sale de manera lenta, pero sin pausa, del orificio trasero del craneo. La bala, seguramente, sigue ahí dentro. En la mano izquierda vemos que agarraba, ahora ya no, una goma de borrar. La última hoja del cuaderno repleta de líneas de texto, con algunos dibujos incomprensibles a los bordes. Leemos las últimas líneas.

El asesino entra en el cuarto de la víctima, en silencio. El hombre está escribiendo. Mientras un cigarro se muere de forma agónica en el cenicero de cristal. La Remington ya se encuentra en la mano del asaltante. Justo en ese momento la víctima alarga el brazo izquierdo, para recoger una goma de borrar.

Un disparo certero. Punto final.

David Peña Pardo ©

miércoles, 25 de marzo de 2015

Comida rápida

Ya no recordaba la veces que había dejado de fumar, lo había probado todo, desde hipnosis, pasando por parches y pastillas, hasta cigarros electrónicos. Sin ningún resultado, siempre volvía al país de la nicotina, los dedos de la manos y los dientes amarillos, la molesta tos de todas la noches, los nervios  La televisión ya no daba nada interesante, Eva se había ido a su estudio, me había quedado solo en el salón, esperando que llamase el pizzero que tenía que venir con nuestro pedido. El ascensor llevaba varios días averiado, por lo que bajé por las escaleras.Cuando descendía, cual bailarín de claqué, por los escalones de éste edificio ocupado de obreros desclasados, que opinaban ser superiores al resto de su clase, por estar cerca del redil de su amado jefe, en oficinas deshumanizadas, grises y penosas, pero que les permitía disfrutar de un fantástico parking. Herramienta ideal para aislarse de las miradas inquisidoras, de esos perdedores transeuntes, que padecían las aglomeraciones del transporte público. Mientras pensaba todo estas cosas, me vino un olor a pepperoni, justo en la planta inferior, mezclado con un dulce sabor a queso, que inundaba mis papilas gustativas. Me decía a mi mismo, ¡Qué coincidencia! ¡Otro que ha pedido pizza!

Justo llegué al portal, y abrigado por una ligera chaqueta azul marino y una braga del mismo color, me puse a esperar. Pasaron varias motocicletas pero ninguna era la que yo esperaba. Cuando llevaba ya un rato esperando, se me acercó una chica, creo que de mi edad y me dijo, ¿Oye? ¿Han puesto un guarda de seguridad en éste edificio? Pues no, que yo sepa no, le contesté. En ese momento no di importancia al comentario. Justo me giré, miré al espejo, y vi ante mi a un tipo no muy alto, abrigado justo con la misma pinta que los guardas jurado, esos que se pasan todo el partido de fútbol, de espaldas al campo, mirando al infinito. Y pensé ¡Claro!

Ya había pasado una hora, o al menos eso pensaba yo. Motocicletas no vi ninguna, pero eso esí, fumadores, por todos los rincones, se ve que había un congreso o algo por el estilo. Justo las manos empezaron a temblar y entonces fue cuando me dije, machote vamos a casa, que el pizzero ha pasado de ti. Abrí la puerta y ella estaba en el sofá, se me quedo mirando atónita, ¿Y la comida?, dijo con sorna. Finalmente cenamos unos fideos preparados, que llevaban semanas esperando su oportunidad igual que un francotirador serbio aguarda a sus víctimas. Me fuí a la cama. Soñé con una pizza familiar de pepperoni, acompañada de un queso parmesano exquisito, lo extraño es que no me la comía yo, si no una cara familiar que se reía frente a mi espejo.

David Peña Pardo ©

martes, 17 de marzo de 2015

Otro tren

El autobús iba repleto. Tuve mucha suerte de poder sentarme al final, junto a una mujer gorda, que usaba una colonia muy fuerte y desagradable. El movimiento del vehículo, el alboroto de las conversaciones subidas de tono, y el olor a humanidad estaba haciendo que me marease. Deseaba llegar a mi parada lo antes posible. Al llegar a la Plaza Central. Justo delante del Gran Teatro. Me pude bajar. Comencé a caminar a paso ligero hacia la estación de los ferrocarriles. Cogí el tren de la línea que se dirigía a la Universidad Central. Me gustaba coger ése tren porque siempre estaba repleto de chicas jóvenes y guapas, acompañadas de su carpetas y cachivaches electrónicos. Yo no pude ir a la universidad ni vivir el ambiente de ésta, así que era un consuelo de perdedor poder disfrutar de ese momento diario.

No me di cuenta, en un primer momento, pero justo me senté, vi a la preciosidad que tenía delante. Una chica con el pelo castaño, largo, levemente ondulado. Llevaba un aspecto desaliñado, de hecho tenía el pantalón manchado. No creo que tuviese más de veinte o veinte y pocos años. Su indumentaria se completaba con unas botas de montaña, y un jersey naranja, algo chillón, que tenía un ligero escote. Ella no me miro, pero yo a ella sí. Tenía una expresión facial muy agradable. Sus ojos eran marrones. Mientras pensaba en todo ello, ella revisaba su móvil, seguramente escribiendo alguna cosa en twitter o Facebook, o enviando algún mensaje a alguna amiga. Intentaba hacerme el dormido, para no mirarla tanto y que ella se diese cuenta.

Justo cuando faltaba poco para llegar a mi parada, y así por fin, caminar cinco minutos y llegar a mi destino. Pasó algo que no me esperaba. Cómo dije antes me hacía el dormido, y justo cuando abrí los ojos, ella me estaba mirando fijamente, y entonces me dijo:

-¿Qué?

Yo no sabía que responder. De hecho nunca me había pasado algo así. Por suerte para mí, fui salvado por la campana, ya que justo en ese momento llegaba el tren a mi estación. Y ruborizado y con una gran vergüenza bajé del tren, pensando en que tendría que coger otro tren diferente al día siguiente.

David Peña Pardo ©
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