Los pitidos de los autos y de las
gaviotas resultaban una combinación extraña en mis oídos. Por suerte ésa
misma tarde el departamento de facturación había cerrado. Sus tremendas
máquinas de impresión le destrozaban el oído a uno. Eso sí, hacían muy
buena combinación con el ejército de empleados casposos que les hacían
compañía. La hoja de proyectos estaba casi lista y sólo falta rellenar
la última fila y ya me podía ir a casa, esperar al autobús y voilà,
de vacaciones. Había sido un semestre muy intenso, al final nuestro
departamento fue uno de los más beneficiados en los presupuestos y
pudimos asumir la mayoría del trabajo de nuestra área. Me había librado
de pasarme las mañanas como un sonámbulo de aquí para allá, por las
calles y avenidas de ésta mediocre capital de provincias, buscando un
futuro trabajo inexistente, cual oasis en un inmenso desierto.
El aire acondicionado ya no funcionaba.
Vale, no era toda la verdad, lo cierto es que era de los últimos
trabajadores en irme de vacaciones, y como ya no queda ningún jefe de
departamento, habían decidido que para los cuatro gatos de informática
que quedábamos, no hacía falta encenderlo. Que gente más maja oiga. Al
menos pude ocupar una mesa mejor con mi portátil. El escritorio era de
Sara, la secretaria de Antonio, el encargado de los frikis del pingüino,
tal y como nos llamaban, por dedicarnos al sistema operativo que tenía
como símbolo precisamente eso, un pingüino. La otra mascota era un Ñu,
seguramente no habían encontrado eso muy gracioso o bien ni sabían que
existía, así que mejor. La cuestión es que desde el sitio de la tacones
había muy buena vistas. Me ponía los dientes largos viendo las pequeñas
embarcaciones y los veleros en el puerto. Muchos de ellos tripulados por
simpáticos charlatanes egocéntricos, que habían abandonado sus torres
de marfil empresariales, a merced de sus acólitos. El trabajo ya estaba
listo. Después de muchos días de sesudas meditaciones, puestas en común
con otros compañeros, horas de insomnio y mucho, mucho té helado, había
finalizado el proyecto. Sólo falta compilarlo, subirlo a producción y
listo. El proceso tenía que durar varias horas, así que decidí salir a
tomar el aire, tomar un refresco y fumar un pitillo.
Antes de eso agarré un mustio croissant que tenía de hace una semana en un cajón, le di un mordisco, sentí un crack, y lo dejé caer sobre la mesa. Estaba como una piedra, de poco no me rompo un diente. El teclado se había quedado lleno de pequeños trozos de éste. El equipo de limpieza también estaba de vacaciones. Me dio mucha pereza y dejé los trozos justo donde estaban. Fui hacia la puerta y bajé las escaleras. Charlé un rato con el tipo de recepción, que también tenía que pasar los días de agosto, encerrado en el mismo horno que yo. Siempre me hablaba de fútbol, se ponía muy pesado, pero me caía bien. Yo asentía con la cabeza, aunque hacía rato que había desconectado. Me despedí y marché hasta la avenida. Compré otro paquete de cigarrillos en un pequeño puesto, junto a las garitas de la aduana. Justo encendí otro piti y miré hacia las oficinas. La única ventana abierta era la que estaba junto a la mesa, donde estaba trabajando provisionalmente. Me había parecido ver algo blanco que salía volando de ella, pero no estaba seguro. Seguí paseando, el sol sucumbía tras las aguas, por entonces me di cuenta que ya había pasado tiempo suficiente y la compilación, seguramente, había finalizado. Al llegar a la planta, el calor bochornoso se seguía notando, me acerqué a la mesa y justo miré al teclado vi una manchas blancas, que olían muy mal, espesas, algunas teclas habían saltado, eché un vistazo al suelo y las vi desperdigadas. Sentí el terror, en la pantalla había aparecido un error grave. El maldito pájaro, seguramente una puñetera gaviota, todavía había plumas sobre la mesa, viendo los migajas rancias del croissant, había destrozado el teclado y fastidiado la compilación. Pero eso no fue lo más grave, lo había perdido todo, el equipo no arrancaba, el mensaje de kernel panic se reía de mí.
Antes de eso agarré un mustio croissant que tenía de hace una semana en un cajón, le di un mordisco, sentí un crack, y lo dejé caer sobre la mesa. Estaba como una piedra, de poco no me rompo un diente. El teclado se había quedado lleno de pequeños trozos de éste. El equipo de limpieza también estaba de vacaciones. Me dio mucha pereza y dejé los trozos justo donde estaban. Fui hacia la puerta y bajé las escaleras. Charlé un rato con el tipo de recepción, que también tenía que pasar los días de agosto, encerrado en el mismo horno que yo. Siempre me hablaba de fútbol, se ponía muy pesado, pero me caía bien. Yo asentía con la cabeza, aunque hacía rato que había desconectado. Me despedí y marché hasta la avenida. Compré otro paquete de cigarrillos en un pequeño puesto, junto a las garitas de la aduana. Justo encendí otro piti y miré hacia las oficinas. La única ventana abierta era la que estaba junto a la mesa, donde estaba trabajando provisionalmente. Me había parecido ver algo blanco que salía volando de ella, pero no estaba seguro. Seguí paseando, el sol sucumbía tras las aguas, por entonces me di cuenta que ya había pasado tiempo suficiente y la compilación, seguramente, había finalizado. Al llegar a la planta, el calor bochornoso se seguía notando, me acerqué a la mesa y justo miré al teclado vi una manchas blancas, que olían muy mal, espesas, algunas teclas habían saltado, eché un vistazo al suelo y las vi desperdigadas. Sentí el terror, en la pantalla había aparecido un error grave. El maldito pájaro, seguramente una puñetera gaviota, todavía había plumas sobre la mesa, viendo los migajas rancias del croissant, había destrozado el teclado y fastidiado la compilación. Pero eso no fue lo más grave, lo había perdido todo, el equipo no arrancaba, el mensaje de kernel panic se reía de mí.
El sudor me corría por la frente, las
manos me temblaban, agarré un cigarro y casi me puse a vomitar. ¿Qué
podía hacer? Encendí el ordenador de la secretaria, tenía un equipo
mucho mejor que el mío, y encima sólo lo usaba para chatear y escribir
cuatro textos. Por suerte, tenía una réplica del proyecto en un
repositorio Gitlab, ubicado en nuestros servidores, en la central. Tenía una oportunidad. Cree una máquina virtual con VirtualBox, monté un sistema Debian, con el codename de Toy Story
de turno, instalé todos los programas, cloné el proyecto, y ahora sólo
me faltaba compilar, subir a producción, mandar a la mierda la oficina y
pirarme por fin. Pero amigos míos, cuando trabajas con un equipo que
tiene un sistema de ventanitas azules, no hay final feliz que valga. Sin
venir a cuento apareció un mensaje, enviado por el mismísimo Lucifer,
que rezaba: “Instalando actualizaciones. No apague el equipo”
No me lo podía creer. Esto sólo me podía pasar a mí. Marché hacia el
baño, con la idea de llorar, pero no, yo no era así. Golpeé los azulejos
de flores con todas mis fuerzas. Estaba harto. Abrí el grifo y eché
agua sobre mi rostro, me relaje y lancé todas mis ganas al monte. Volví
al escritorio. El circulito daba vueltas sin parar. Cerré los ojos,
recé, no, no a ningún dios ahí fuera que me pudiese escuchar, lo hice
pensando en la muchacha ficticia que algún día conocería y que me
apartaría de éste maldito mundo de bytes, personajes de camisetas
idiotas y capullos con corbata, que no tenían ni idea, pero siempre les
tenías que dar la razón. Los abrí, ¡aleluya!, había vuelto todo a su
sitio. Ya podía iniciar el proceso.
La luna se reflejaba junto a los botes
de los pescadores. La playa ya no existía, la marea se había adueñado de
las arenas. Algunas luces, de los barcos más grandes, los yates, se
veían a lo lejos. Aunque lejana, la música me hacía pensar en lo curioso
de la situación. La última pieza del puzle, el actor que aparecía al
final de la obra, al final del flow,
tenía que estar aquí, asimilando ésta situación inverosímil. Mientras,
los reyes y las reinas, las torres y los alfiles se divertían sobre una
embarcación carísima. El peón, al final, es quien decidía la partida.
Bajé otra vez al paseo y llegué hasta el boulevard. Compré una pack de
cervezas y un durum mixto con picante. Me senté en un banco del puerto,
me tumbé, mientras abría una de las latas, daba grandes bocados a mi
bocadillo enrollado. La noche estaba estrellada, Venus me observaba,
mientras, de reojo, Marte, me recriminaba quitarle la atención a su
amada atormentada. Subí las escaleras, el amigo de la puerta ya se había
marchado, y sólo quedaba yo y el sistema de video vigilancia. Llegué
otra vez al escritorio. El porcentaje estaba al 99 % todo se había
arreglado. Me dije, chavalote, te lo has currado.
Un pitido horrible me despertó de la
ilusión de un dulce final para ésta historia. Era el despertador que me
avisaba que era hora de levantarse. El mono fosforito de trabajo me
esperaba en el galán. Por fin había conseguido subir a un barco en el
puerto, de hecho todos los días lo hacía. Pero no como esperaba. Llevaba
varios meses trabajando de grumete es un pesquero. Mi vida de
informático pasó la historia cuando el proyecto, justo al final, mostró
un error de compilación. Atónito y cansado, mandé todo al carajo, me
marché de vacaciones, y me dije, seguro que el proyecto no es tan
importante. El resultado es que días más tarde me hicieron volver,
descubrieron que había utilizado el computador de la secretaria y que no
había acabado mi último proyecto. Ahora otro pringao prescindible hacía
mi trabajo. Mientras, desde el otro lado, sobre el pesquero, divisaba a
los lejos unos extraños edificios, con grandes ventanales, en la costa,
entretanto yo compartía el mismo mar con los que habían sido mis
antiguos jefes, con la única música de las olas y la libertad
David Peña Pardo ©